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viernes, 6 de octubre de 2017

Una meritocracia con todas las letras



Fabián hamacaba a Lua mientras ella hacía indescifrables, prematuras morisquetas; cuando ya no podía contener su eminente llanto se la pasaba a Lisa, apenas más avisada en berrinches. Lisa iba al sillón y le daba un rato la teta. Volvía, rotaban nuevamente. Y de nuevo a amamantar; eso la calmaba. Fabi, Mati y yo charlábamos de a ratos sentados en la mesa junto al sillón. Le alcanzábamos un mate a Lisa, imposibilitada de moverse, que cada tanto opinaba. Lua crece mientras nosotros hablamos. Y ese día hablábamos, como siempre que nos juntamos, de nuestra pasión, de nuestro fútbol: de ciencia ficción. Entre universo distópico y universo distópico, a veces me pregunto qué mundo percibirá Lua cuando, con el tiempo, comience a tener consciencia de ciertas cosas; e incluso qué se va integrando ahora mismo a su pequeña cabecita de luna, a su universo pulsional más íntimo de leche dulce y luces borrosas, de toda esa retórica de desintegración entrópica y realidades mutantes, de niños jugando entre desechos tóxicos y máquinas obsoletas que descansan en un mundo-desarmadero.
Otras veces, mi ya formateada cabeza (por el género, claro) se preocupa por su futuro efectivo, llamémoslo “real”. Cada vez que nace un bebé querido no puedo dejar de imaginármelo, imaginármela, como una futura adulta en el rol de la mesera oriental esclavizada de esa pésima película que es Cloud Atlas o como ese niñito al que el personaje de Viggo Mortensen deja inconsolablemente solo en la distopía arrolladora de The Road. Qué hostilidades distópicas tendrán que soportar en su cuerpo todos estos críos que arrojamos felizmente al mundo; desafíos impensados, impensables, infinitamente más virulentos que los que hemos conocido hasta ahora. Es mi neurosis, ya lo sé, que cristaliza en el imaginario de la ciencia ficción mi miedo visceral a la maternidad. Pero así y todo nunca pude entender cómo conviven esos dos universos: el gusto por la distopía y la esperanzada maternidad o paternidad (¿o acaso el egoísmo inherente a todo deseo de ser padre o madre supera cualquier funesto pronóstico?). Nunca me atreví a preguntárselo a ninguno de mis amigos que han decidido aventurarse a transitar la experiencia. Ya lo averiguaré yo sola. O tal vez no.
En esa precisa instantánea en la que contemplaba a Lua alimentarse con avidez estaba cuando surgió una discusión en torno a la primera serie con la que Netflix se abre al mercado vernáculo en Sudamérica: 3%. La serie, cuya idea original y excelente realización pertenecen a una productora brasilera (y cuando digo excelente entiéndase que sentí orgullo por nuestros hermanos brasileros cuando vi la calidad en efectos, dirección, arte, guión; y un profundo sentido de ucronía en relación a lo que podríamos haber continuado haciendo acá si no hubiese advenido el Macriapocalipis), está ambientada en la peor de las meritocriacias. Sólo un 3% de la población concentra casi todos los recursos y vive en una isla (lugar de la utopía, por excelencia, pero también de la monstruosidad endogámica) llamada “Mar Alto”; el resto en la más absoluta indigencia.
Lo que divide las dos realidades es un once in a lifetime “Proceso” (palabra que nuestros oídos no pueden sino tempranamente asociar con connotaciones funestas) a partir del cual se determina quiénes tienen las cualidades necesarias para habitar la tierra prometida de Mar Alto. Para esto, un grupo de jóvenes es sometido año a año a toda una serie de arduas pruebas de destreza intelectual, resistencia psicológica, trabajo en equipo y demás. En esta primera temporada de la serie, serán estos jóvenes veinteañeros los protagonistas a partir de los cuales se cuenta la historia. De modo que la narración se organiza, por un lado, a partir del paso por las distintas y crueles etapas; por el otro, a través de la historia previa y el conflicto actual de cada uno de ellos, a los que se les dedica respectivamente cada capítulo. Los perfiles de estos sujetos sirven, en este sentido, para construir los conflictos sociológicos de este universo: el entramado de un grupo de resistencia con tintes terrorista que capta jóvenes para infiltrarlos en el Proceso y, eventualmente, en Mar Alto, la realidad de otros que se han preparado toda su vida para atravesar la selección, la de los que están solos en el mundo sin mayores esperanzas, la de aquellos que tienen la certeza de ser poseedores de un merecimiento intrínseco por ser herederos de una tradición de triunfos familiares… Aunque nada estará más lejos de concretarse que esta expectativa, como veremos conforme avanza la serie.
            En el otro extremo, se encuentran todos aquellos que, habiendo pasado el proceso de selección antaño, hoy se integran a la maquinaria de su reproducción. Es a través de los seleccionadores que comenzamos a enterarnos de las disputas de poder que se esconden detrás de esa sociedad del 3%, que ya muestra indicios de estar lejos de ser ideal; y a partir de quienes se construye, además, el discurso de la meritocracia a ultranza que irá inscribiéndose de a poco en la fisonomía retórica de los participantes. El Proceso, más que una coerción, es algo que llega a asimilarse y reproducirse psicológica y culturalmente. Ahí radica el éxito de su continuidad.
Los procesos de extrapolación propios de la ciencia ficción alcanzan en este sentido un grado importante de efectividad. Capítulo tras capítulo, uno no puede dejar de trazar ciertas analogías. En un país como Brasil, con elevadísimos índices de pobreza y marcada desigualdad, el único espejismo de integración social, este es, la existencia de favelas emergentes en las zonas más ricas de sus ciudades, es aquí puesto en evidencia como tal. La sociedad de 3% está simbólica y materialmente escindida, y este hecho se representa en la geografía explícita. No existe ilusión de ascenso social más que a través de la experiencia del Proceso que forma parte de la matriz cultural.
Cuán peligroso es, diría mi amigo Fabi durante nuestra charla, a pesar de los aciertos y calidad de la serie, y de los finos matices de las psicologías y morales de sus personales, que una serie latinoamericana ponga en primer plano un discurso tan virulentamente neoliberal en un momento de recrudecimiento de las derechas. Justamente, argumenta Fabi, la moral compleja de sus participantes, como así también la metodología de reclutamiento más que cuestionable del grupo que enfrenta el sistema del Proceso, invita al espectador a vacilar en su cuestionamiento inicial del régimen meritocrático y, desde ya, a reprensar las posibilidades efectivas de que otro sistema más solidario pueda sustentarse sobre ese mismo material humano.
Luego de redondear su idea, Fabi siguió meciendo a Lua; y yo, tras un instante de silencio, no pude sino conceder. Es fuerte, en efecto, el nivel de individualismo al que los protagonistas de la serie se ven arrastrados para asegurarse su pasaje al otro lado. Pero en todo caso, es también una muestra más de la eficacia extrapolativa de la que hablaba antes, por la que la serie retrata con precisión el colapso de los lazos de solidaridad que es el resultado de la lógica capitalista. Aunque pueda resultar ideológicamente peligroso, como dice Fabi, la serie vuelve hiperbólicamente visible mediante los procedimientos de la ficción algo que en nuestras sociedades ya se encuentra, de antaño, presente: el valor que se le asigna al mérito individual, al hombre o mujer self-made, como única y legítima vía de ascenso y bienestar social, pertenece a una cosmovisión que al mismo tiempo desobliga al Estado (y a la comunidad de la que todxs formamos parte) de cualquier responsabilidad en relación con la garantización de derechos básicos inalienables.
Pero lo interesante de la serie no es precisamente eso, digo, no tanto aquello de la realidad tangible que nos hace percibir a través de sus procedimientos de extrañamiento sino aquello de nuestro sistema que muestra como falta o falla. El problema más importante, deja en evidencia la serie con absoluta maestría, no es tanto la valorización extrema del mérito como que en un sistema que hace de éste su pilar no haya, como obvia contrapartida, una impugnación cultural hacia cualquier forma de herencia. ¿Cómo es posible que un sistema basado en el mérito individual no tenga como tabú ineludible la adquisición del patrimonio por azar y sin ningún tipo de esfuerzo? A esa contradicción medular apunta la serie; y da certeramente en el blanco. Sólo en el terreno de un hedonismo absoluto que se agota en la finitud del sujeto puede hablarse, sin inconsecuencias, de una meritocracia con todas las letras.
Hacia el final de 3% se vuelve expreso este factor central de la distopía que se respira desde los primeros capítulos: todxs nacen en esa gran favela que aloja al 97% de la población, todxs y cada unx atraviesan el Proceso, los que logran tener éxitos son esterilizados antes de viajar a Mar Alto. Porque nadie nace con el derecho de vivir en Mar Alto; absolutamente todo ascenso es una escalada solitaria e inhumana desde el más profundo abismo de la pobreza. La serie, en este sentido, es una clara invitación a realizarse la siguiente pregunta: en ese camino desvalido desde la oscuridad más profunda, usted (sí, USTED, incólume espectador), ¿lograría pasar del otro lado?, ¿merecería formar parte de ese escasísimo 3%?
Se trata de una meritocracia cruel hasta la náusea pero lógicamente perfecta, en la cual no existen privilegios para ninguno de los participantes. Por eso en la serie se castiga severamente la sola presunción de merecimiento vinculado con el parentesco (la muerte de Marco) pero también el establecimiento de reales vínculos afectivos y de solidaridad que excedan la colaboración basada en la conveniencia individual (la exclusión de Fernando y Joana). Ante esto último, la afirmación de Joana durante el último episodio, “los que pasan son los peores, no los mejores”, será puesta a prueba al parecer en la segunda temporada, ya anunciada por Netflix.

            Mientras esperamos ansiosxs la continuación de 3%, Lua sigue creciendo y creciendo. Por fortuna, hasta tanto esto no se vuelva un poco más justo para todos, podremos legarle algo para hacerle más ameno su tránsito.

Texto publicado el 16/03/17 en la contratapa del suplemento Rosario/12 de Página/12

lunes, 21 de diciembre de 2015

“Observamos mal, no llegamos al fondo de las cosas”

Comentario crítico sobre Espectros de la ciencia. Fantasía científica de la Argentina del siglo XIX de Sandra Gasparini (Buenos Aires: Santiago Arcos, 2012).

Hace poco más de un año mientras escribía una reseña de ese libro iluminador de Ezequiel De Rosso sobre el policial en el siglo XX tuve la oportunidad de reafirmar una hipótesis que tenía desde hacía años (a propósito de un autoanálisis de mi propia neurosis): en los trabajos de todos aquellos que escribimos –vuelta más, vuelta menos– sobre géneros, se cifra ineludiblemente un mito de origen; y de ahí (deducía entonces salvaje e intrusivamente) el halo melancólico que recorre las páginas del libro de De Rosso cada vez que éste aborda el problema de la desintegración genérica.
Terribles peripecias de mudanza, avatares de la inestabilidad laboral (y a veces también emocional), me impidieron sentarme antes a reseñar este esperado libro de Sandra Gasparini, cuyo trabajo sigo desde hace años. Espectros de la ciencia venía como mirándome de reojo desde el estante, hasta que hace poco por suerte terminó imponiéndoseme su abordaje. En el comienzo encontré (¡oh, sorpresa!): el mito de origen de Sandra ligado a su pasión por las representaciones literarias de la ciencia. Más allá de reconocer el remanido gesto ensayístico, al que también suelo adscribir quizás con demasiada frecuencia, sentí como si me mirara en un espejo: la génesis cifrada en el recelo hacia las certezas de los sentidos y el estatuto irreal de los sueños, todo lo cual se traduce en una pregunta ontológica de lo que entendemos por realidad. Ya somos casi un club, lástima que haya algunos occisos y un océano de anacronismo (y de talento) de por medio: Philip Dick, Mario Levrero, Aldous Huxley (podríamos seguir la serie amorosa, claro está) y, pudor aparte, Sandra Gasparini y yo. Siempre se lee, sin duda, desde esa primera inquietud que nos constituye, y que nos ha dejado envueltos en su telaraña.

Cuando me adentré en la lectura del texto de Gasparini, hacía no mucho había tenido la inestimable oportunidad de moverme de ciertos temas de mi preferencia (este libro no era el caso) para recorrer senderos que no tenían en absoluto que ver; en aquella instancia pude releer los clásicos El género gauchesco (1988) y El cuerpo del delito (1999), de Josefina Ludmer, y el que por aquél entonces todavía tenía su tinta fresca, El país de la guerra (2014) de Martín Kohan –muy bueno por cierto. En ese contexto, un poco inesperadamente, el texto de Gasparini aportó una pieza al mapa que tenía de la literatura del XIX argentino, al que recién en ese momento pude notar le venía faltando una arista importante.
La indiscernible relación entre el proyecto de la elite política de la generación del ochenta en torno a la conformación de la Nación y la producción literaria no podía no tocar aquel punto en el que se apoya cualquier concepción ulterior (pero también siempre histórica) de lo real: la ciencia. Si la literatura en el siglo XIX formó parte de un proyecto de construcción de nación que definió un nosotros y un otro, y asimismo permitió delimitar un orden y funcionamiento de sus instituciones, es perfectamente consecuente que aparezcan en su seno ficcional (aunque seguramente de forma no concertada o lateral dentro del proyecto) los problemas de la epistemología, dimensión sobre la que en definitiva descansa toda concepción de mundo.
Con sus bemoles, contradicciones y debates, la literatura en el siglo XIX fue también arena de lucha entre paradigmas (incluso ella, en efecto, está atravesada al igual que toda institución por dinámicas internas de poder). La literatura: una “coartada” para evaluar hipótesis descartadas o no legitimadas por la ciencia oficial (o paradigma dominante en el campo epistemológico, en términos que le serían caros a Kuhn); eso afirma Sandra Gasparini en Espectros de la ciencia. Fantasía científica de la Argentina del siglo XIX, texto en que construye una genealogía de esta forma literaria que tendrá una prolífica continuidad en narrativas centrales del siglo XX: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y, muy posteriormente, ya en la matriz de la ciencia ficción, Marcelo Cohen. En este último sentido, hay que apreciar que la genealogía de Gasparini mira con acierto hacia el futuro, deja abierta la posibilidad a pensar una lógica persistencia de cierta sensibilidad de la fantasía científica en un género que ha sido poco contemplado por la crítica argentina: la ciencia ficción.
Ahora bien, volviendo al eje del siglo XIX, no es casual que Gasparini ubique allí la génesis de la fantasía científica. Claro está que la literatura, en tanto instrumento central del proyecto político, no podría haber estado al margen del debate en torno a la difundida concepción del progreso indefinido a través de la ciencia. En el marco de creciente alfabetización e incentivo a la formación ciudadana, la función didáctica de la literatura necesariamente apuntó hacia la creación de un nuevo público lector que estuviera familiarizado con los problemas del campo científico. Más precisamente, fue la literatura del escritor-naturalista Eduardo Ladislao Holmberg, argumenta Gasparini, la que delimitó una cartografía de los nuevos sujetos históricos de la ciencia a partir de la construcción de sujetos ficcionales: el viajero científico, el aprendiz, el rival académico. Como era de esperarse, todo este universo tomaría forma no sin poner en primer plano sus propios contrastes.
Hay que mirar hacia un texto como Dos partidos en lucha, primer exponente de la fantasía científica argentina, para apreciar cómo Holmberg pone en el paño la discusión en relación con dos concepciones de ciencia, sin duda aún disputándose una interpretación de lo real: la constructivista (basada en un andamiaje teórico de impronta idealista, opino) y la objetivista (de claro corte empírico-positivista). Todo esto sucede en el marco de una polémica por aquel entonces en extremo vigente: es el propio protagonista quien cuestiona expresamente el corazón de la currícula de las instituciones académicas que no incluía los nuevos postulados del evolucionismo darwiniano.
Los nuevos paradigmas que despuntaban en el campo epistemológico fueron eje de esta primera fantasía científica, la cual se construyó, en principio, sobre el modelo literario francés de Jules Verne. No obstante, la introducción del novum científico sobre el que se erige la solidez del verosímil genérico (aspecto que será luego central en la ciencia ficción) se ve de alguna manera desestabilizado por paradigmas alternos de gran circulación en la Argentina finisecular, los cuales no dejan de construir también una coherencia propia. Porque, conviene estar atentos: la serie literaria tiene sus propias inflexiones en lo que respecta a problemas del conocimiento. Lejos de estar la ficción sujeta exclusivamente a fenómenos de recepción de las cuestiones científicas, la literatura ha tenido en su haber importantes reflexiones epistemológicas. El saber de la locura (concebida como estado privilegiado para percibir más allá de lo empírico) y el de la experiencia onírica son modulaciones de una epistemología romántica que sin duda ha tenido una importante continuidad hasta nuestros días. Por eso, si bien la investidura positivista de Verne es insoslayable a la hora de pensar la fantasía científica argentina, también lo es una figura como la de Camille Flammarion.
El viaje astral del señor Nic Nac a Marte o la imposibilidad de explicar desde la ciencia la presencia fantasmal de Nelly en el cuento cuyo título es homónimo son casos que lejos de imponerse en las ficciones de Holmberg con la economía del género fantástico proponen una conformación siempre coherente que no obstante pone en cuestión el universo positivista, sus alcances a la hora de dar cuenta de lo real. “Observamos mal, no llegamos al fondo de las cosas”, esta frase de Flammarion que Gasparini rescata –hay que decirlo: con suma perspicacia– no hace más que dejar en evidencia que en la fantasía científica argentina se desata esa vieja disputa (objeto de cuidados trabajos previos de la autora) entre concepciones de mundo, que sigue jugándose en la arena siempre renovada de la ficción: la dicotomía materialismo-espiritualismo. Este debate renueva asimismo la histórica discusión entre empirismo e idealismo en el que un siglo atrás ya se había sumido el romanticismo anglo-alemán. De más está decir, no sorprende la comparación, si se tiene en cuenta, como apunta Gasparini, la temprana recepción de escritores como Poe y Hoffman en el Río de la Plata.
Delimitando una rara intersección entre rechazo y fascinación por los principios que emergen con la física newtoniana, la literatura ha cuestionado desde entonces el concepto de materia propuesto por la física clásica; argumentando precisamente, de las más variadas formas, el carácter incierto de los sentidos, de los que en definitiva depende toda evidencia empírica (en la vereda de enfrente del empirismo, Kant ya habría marcado la cancha: lo que entendemos por mundo objetivo no es más que una síntesis espacio-temporal que el sujeto realiza gracias a facultades innatas; especie de recorte de eso que podemos intuir pero que será siempre incognoscible: la “cosa en sí”).
Son precisamente las limitaciones que se le atribuyen al empirismo las que abren la puerta a las críticas hacia el positivismo, que en las ficciones (según su dinámica hiperbólica y siempre lúdica) viene de la mano de una apertura equivalente hacia la exploración de los fenómenos psíquico-paranormales para los que la ciencia clásica no tendría respuesta. No obstante, ampliar las miras significa para la literatura que el científico conforme un binomio con el loco y que la experiencia de saber advenga durante el trance del arrobo; es decir: que el conocimiento entre por la puerta trasera. Porque si la filosofía y la ciencia han resignado lo inasible (“la cosa en sí”), la literatura no sólo está lejos de hacerlo sino que se ha declarado, por sus propios medios, soberana de su dominio.
En este contexto, no es sólo Holmberg para Gasparini quien propone en sus ficciones un debate entre paradigmas sino, incluso previamente, Juana Manuela Gorriti. En “Quien escucha su mal oye”, Gorriti subvierte con un doble gesto los modos instituidos de abordaje epistemológico: propone a una mujer como figura privilegiada de acceso al conocimiento (quebrando así la hegemonía masculina), el cual adviene como verdad en una instancia que lejos de adaptarse a los cánones científicos se caracteriza por el trance hipnótico. Gorriti construye en este texto una figura femenina en sintonía con el modelo de la Ligeia de Poe (al igual que lo hace Holmberg en “Nelly” y Rubén Darío en “Verónica”), mujer dotada de una sensibilidad hiperestésica que le posibilita un acercamiento a otras realidades a partir del trance, la comunicación telepática, el tránsito por los limbos del moribundo. Hay que percibir el acento puesto en lo paranormal, señala luego Lugones a propósito de este problema, en un comentario sobre “Nelly” que el espíritu archivista de Gasparini rescata con astucia. No es casual la apreciación: el universo paranormal tendrá una especial importancia no sólo en Las fuerzas extrañas (1906), sino en otros autores de la serie literaria. Habría que pensar además qué sucede ya durante la segunda mitad del siglo XX con figuras como la de Angélica Gorodischer y Marcelo Cohen, desliza finalmente Gasparini.
Cierta sensibilidad decadente finisecular, propone Gasparini retomando con acierto el trabajo de Carlos Abraham, acompaña y problematiza los postulados de impronta positivista que convergen en el interior de la fantasía científica argentina. Hay sin duda una aspiración de tinte romántico decadente hacia aquello inasible que trascendería el concepto de materia clásica, anhelo que convive en las ficciones con el pragmatismo empirista de la ciencia positivista. Porque aunque la fantasía científica argentina operó bajo los imperativos que en el siglo XIX marcaron la literatura (uso político del discurso literario en la redefinición de las instituciones y nuevas figuras científico-académicas), en la serie literaria operaron sus propias inquietudes epistemológicas ligadas a paradigmas alternos. Se trata de paradigmas epistemológicos en pugna por una definición de lo real. Hay que ver esta disputa jugándose en el seno ficcional.
“Cuando era muy pequeña, al despertar de un bello sueño, tan bello por apartarse del verosímil realista, se me ocurrió que ése era el mundo que verdaderamente tenía relevancia y espesor y que el conocido como “real” era solo un sueño”, dice Gasparini, cual poseída por Calderón, en la introducción de Espectros de la ciencia. Interesante comienzo, si advertimos que el concepto de ciencia ha estado marcado históricamente para nosotros (al menos desde la modernidad) por la objetividad, la racionalidad y, por qué no, la actividad mental propia de la vigilia productiva. Para la fantasía científica, llegar al fondo de las cosas, “observar mejor”, parece implicar (además) poner en juego otras facultades.

Reseña publicada en Saga. Revista de Letras, número 3, primer semestre, 2015. 

viernes, 16 de enero de 2015

Martín Kohan


Un mito de origen nacional* 

Se ha convertido casi en una vulgata aquella frase a la que Michel Foucault, en reconocida deuda con Thomas Hobbes, da forma en su Genealogía del racismo; rodeo más, rodeo menos: la política no es sino la guerra continuada por otros medios. Inapelable, esta fórmula magistral que parece encajar a la perfección para pensar las complejas dinámicas del Estado en el siglo XX esconde, no obstante (al menos en Argentina), una antesala en el siglo XIX en la que lo bélico se trasluce como materialidad contundente detrás de la conformación del concepto de Nación. Sobre esa hipótesis central gravita El país de la guerra (2014), ensayo en el que Martín Kohan propone con un estilo a la vez sofisticado y fluido (grata síntesis en general difícil de lograr) una génesis y desarrollo de la historia nacional indisociables de las representaciones de la guerra. Vale destacar que esta propuesta no puede sino actualizar esa línea singularísima de los estudios culturales que iniciara Josefina Ludmer en El género gauchezco. Un tratado sobre la patria (1988).
En esa clave Kohan analizará cómo a partir del siglo XIX la versión de la historia de Bartolomé Mitre logró imponerse por sobre la de Juan Bautista Alberdi; de modo que la historia nacional quedó ligada a la de las versiones triunfalistas y al enaltecimiento de los héroes militares (Belgrano y San Martín) como actores principales que habrían determinado la victoria en las guerras de independencia. Así, el culto a la gloria militar se vuelve en el siglo XIX parte estructural de la cultura que conforma la sociedad entera: se encuentra en los himnos de corte marcial, en las historias biográficas de los héroes patrios, en la literatura gauchezca, en los cielitos. Este proceso, tal como el mismo Alberdi lo vislumbró, sería luego un obstáculo para entender el Estado nacional en términos de real gesta cívica y política, ya que lo bélico inscripto como mito de origen nacional no haría más que operar a nivel simbólico como un fuerte catalizador de gobiernos despóticos. Habría que leer con Alberdi, parece sugerir Kohan, en estas representaciones literarias gestadas por la elite letrada un uso esencialmente político de ellas que se sustenta en una necesidad de usufructo de los cuerpos para la batalla. Se trató en definitiva de la conversión de la violencia popular, irregular y delictiva del gaucho, en violencia militar, legal y regulada por el Estado, a fin de combatir ese otro inasimilable que obstaculizaba la conformación de la Nación: el indio. Pero el uso del cuerpo se pagará con gloria; de este modo el gaucho se gana en el imaginario cultural su lugar de héroe épico popular, gracias a las posteriores (e influyentes) relecturas que Leopoldo Lugones hiciera en El payador (1913) de la figura de Martín Fierro.
Con el comienzo del siglo XX se marca como con cronómetro un punto de inflexión en esta dinámica, la ecuación se invierte. Si en el siglo XIX la guerra había sido la forma mediante la cual se pensó e hizo efectiva la materialización del Estado, en el XX, por el contrario, los mecanismos de la guerra son regulados por éste: atendemos a una estatización de la guerra en la que de a poco se vuelve más y más pertinente la mencionada fórmula foucaultiana. Porque simultáneamente a que en tiempos de paz el Estado se ve en la necesidad de regular las formas de la guerra y la profesionalización de los soldados (y de ahí la temprana discusión sobre el servicio militar obligatorio en 1901), las dinámicas políticas que lo conforman de manera cada vez más compleja se tornan más permeables a las lógicas bélicas. Todo lo que queda de la guerra en el Estado de paz del siglo XX son ciertos mecanismos que conforman su dinámica política y “nudos de conflicto con violencia (la Semana Trágica de 1919, la Patagonia Rebelde de 1921, los bombardeos golpistas de 1955, los fusilamientos represivos de 1956, etc.)”. De hecho, hasta 1982, momento de la Guerra de Malvinas, podría decirse que estos focos de violencia de los que habla Kohan están esencialmente marcados por la clandestinidad, la insurrección, la revuelta. En torno a las representaciones de estos momentos se centra la segunda parte de El país de la guerra: las lecturas de los diarios del Che Guevara y el análisis de la figura del guerrillero heróico argentino, las dinámicas de juegos como el TEG y el Estanciero (juegos de simulación funcionales a la ideología agropecuario ganadera que en los 70 permiten además “tener alistado el poder bélico en la paz”), las representaciones literarias de la emblemática vuelta de Perón en el 73, hasta arribar finalmente a las declaraciones de Videla. 
En este recorrido, una reseña aparte merecería sin duda el capítulo que Kohan dedica a analizar cómo la guerra se funde con el relato de lo íntimo en la narración que Rodolfo Walsh hace de la muerte de su hija María Victoria, militante de la agrupación Montoneros. La muerte “gloriosa” de su hija, en palabras de Walsh, se contrastará con las ideas que se exponen en ese otro gran apartado del libro, aquel en el que se recorren los textos que se abocan a la representación de la Guerra de Malvinas. “El cimbronazo que sobre este territorio provoca Los pichiciegos (de Rodolfo Fogwill) habría que medirlo en escala Richter”, remata con estilo el autor. Y es que esa especie de novela picarezca sobre la guerra que es Los pichiciegos, en la que sus personajes se mueven por una necesidad básica de subsistencia en medio de un universo subterráneo salvajemente marcado por jerarquías políticas y económicas, contrasta radicalmente (quizá por primera vez) con la figura preclara del héroe de guerra. Como puede apreciarse, en El país de la guerra Kohan despliega un abanico amplio para pensar las formas de la guerra en Argentina; hace un paneo polifónico que abarca los usos políticos del cuerpo, los discursos de lamento y denuncia, los de resistencia, los de supervivencia. 

* El título original de la reseña, que creo más fiel al contenido, es "Una matriz de guerra".

Publicada en el diario La Capital, suplemento cultural Señales el 14 de diciembre de 2014, página 4 de edición en papel (sin edición online).

jueves, 25 de septiembre de 2014

Algo para decir sobre


Allá por los años 80 yo era pequeña y mi padre atesoraba una colección de revistas. Mi padre era mentiroso y yo lo había heredado, tal vez de él. Entonces firmamos el contrato. Para no tener problemas con mi madre, me había prohibido leerlas “porque eran muy fuertes para mi edad”, me dijo rotundo una tarde de invierno, y casi estoy segura de que acto seguido se cercioró de hacerme un guiño tan sutil como efectivo; aunque es probable que haya actuado algún tipo de manifestación telérgica. Para el caso es lo mismo, todo eso terminó por imprimirse de alguna u otra manera en el tejido de lo real.
Esa tarde de invierno, la segunda contraseña de mi padre fue también clara: anunció con bombos y platillos que se tiraría a dormir su acostumbrada siesta. Durmió, por supuesto, más de lo que siempre solía (teníamos poco tiempo: en breve tendría que traerme de nuevo a Rosario). Porque ahora que lo pienso bien… creo que seguramente haya sido una de esas vendettas al cubo que le hacía a mi madre (que nunca le gustó el ocio improductivo y altanero del arte) en las que yo siempre funcionaba como una especie de muñequito de vudú o algo por el estilo. Todas esas agujitas... sosteniendo como chinches mis neuronas sobre una tabla de posiciones de corcho fueron formando constelaciones cada vez más raras; y acá estamos…
Ese día me metí en el placard de la pieza de cachivaches con las dos cajas de revistas, “para mayor seguridad”, pensó mi incipiente cerebrito de ñoña, que ya intuía la necesidad de apuntalar la ficción. Dejé apenas entornada la puerta como para que entrara algo de la luz moribunda de la tarde, único nexo con la realidad invernal de aquél pueblo que por ese entonces todavía conservaba su candidez presojera.
Lo primero que salió de la caja fue la revista Fierro, brutal. Ahí consumí más pornografía y ciencia ficción de la que mi cerebrito podría jamás asimilar (todavía estoy tratando de sacarme la resaca qu´lo parió). Conocí, sin saberlo, a Oscar Chichoni, el autor de aquellas portadas gloriosas de la revista en las que las mujeres se fusionaban en tremendo goce con las máquinas. Ahora pienso en cuánto contribuyó Chichoni a que años después me gustaran tanto David Cronenberg y J. G. Ballard. De la mano de Fierro y sus entregas distópicas recuerdo haber tenido mis primeras angustias existenciales… cuánta neurosis ayudó a cristalizar Fierro (pero eso merecería un episodio aparte). En el fondo de la caja (¡hamdulilah!) yacían tímidos algunos números de la revista El Péndulo. La lógica me dice que debían ser nuevos, aunque yo los recuerdo siempre extemporáneos y descoloridos (quizá porque envejecí con ellos), tal como uno los puede encontrar actualmente por doquier en cualquier librería de usados. Ese gran crítico que es Pablo Capanna (que fue “el crítico” no sólo de El Péndulo sino de la revista Minotauro) contó años más tarde en varias ocasiones que este fenómeno se lo debemos al optimismo de Ediciones de la Urraca, que había realizado tiradas extraordinarias de la publicación porque confiaba en que tuviera un éxito similar al de la revista Humor, su gran emprendimiento. Ilusos… (y menos mal que existieron esos ilusos).
Como toda empresa heroica que decide hacer caso omiso de la realidad, El Péndulo no podía sino fracasar en ese momento, en ese sentido al menos. Les cuento un poco las peripecias de la revista para que se entienda esta idea. El Péndulo. Entre la ficción y la realidad (así se llamaba al principio, en su primera época) surgió en formato revista en 1979 y sacó cuatro números que vinieron a desarrollar la propuesta que tímidamente había despuntado en un proyecto anterior que, pocos meses antes, había funcionado como experiencia piloto: el Suplemento de Humor y Ciencia Ficción. Se trataba de generar un espacio para la difusión de la ciencia ficción, tanto para la traducción de las nuevas y excéntricas manifestaciones del género a nivel mundial, como para las producciones vernáculas más extrañas e inclasificables, que mucho tenían para decirnos sobre lo humano y lo real en las postrimetrías de la dictadura que comenzó en Argentina a mediados de los 70. En ese contexto, se publicaron (gracias al espíritu visionario de Marcial Souto, su editor) los primeros relatos del por aquel entonces ignoto Mario Levrero (entre ellos su Manual de Parapsicología, bajo el sello de Los libros de El Péndulo), la maravillosa columna de Elvio Gandolfo, “Polvo de Estrellas”, cuentos de ese gran escritor y traductor que es Carlos Gardini, autor de ese maravilloso primer relato dedicado a la guerra de Malvinas (“Primera línea”), lo mejor de Angélica Gorodischer, los más lúcidos ensayos de Pablo Capanna en donde intentaba pensar las vertientes más imaginativamente libres del género ligadas a la patafísica, así como también ficciones y ensayos de escritores extranjeros nóveles, algunos de los cuales ya venían siendo traducidos por ese gran proyecto que fue la editorial Minotauro. 
Todo ese material singularísimo, que le dio además un lugar destacado en sus páginas a grandes dibujantes locales, vino a ensanchar el caudal de las arcas ya inmensas del capital cultural del Río de la Plata. Paradójicamente, esta revista que se proponía fundarse como un espacio de difusión y reflexión de la archicodificada institución de la ciencia ficción, terminó por volverse, como toda obra magistral, inclasificable, un cosmos límbico de difícil asimilación. De forma similar a como fue pensada la editorial Minotauro en los 60 por Paco Porrúa, El Péndulo tomó la forma de un híbrido tendiente a difundir una  manifestación cultural de masas que no logró captar la atención del círculo “culto” o “intelectual”, ni tampoco adecuarse al público que consumía regularmente productos como Humor o, posteriormente, Fierro. Tuvo, por supuesto, sus idas y vueltas, tres etapas de excelencia entre el 79 y el 87, dos antologías, una colección de volúmenes de autores locales y un sinnúmero de ideas brillantes que terminaron por publicarse en la revista Minotauro (segunda época), cuya tirada fue lamentablemente muy inferior a la de El Péndulo. De ésta nos quedó, sin embargo, no sólo el aura de su publicación de culto. Debemos agradecerle al entusiasmo militante de Ediciones de la Urraca, que confió en la consagración que paradójicamente tuvo la revista a nivel internacional, que en la actualidad pueda encontrarse el remanente de sus ejemplares en casi cualquier librería de usados. ¿No los vieron? Estoy segura de que ahora van a comenzar a estamparse contra las retinas fisgonas…
Les cuento una cosa. Ahora que salí del placard, hace muy poco, después de enroscarme neuróticamente durante años con todo esto, tuve una noticia que creo que va a hacer a más de uno ponerse a tono. Es cierto que la lógica del chisme suele reclamar el sigilo de la serpiente. Y en este caso, convendría tal vez atender a lo que dicen (más de una vez intuí que con acierto) aquellos que creen en las ciencias alternativas, eso de que cuando uno cuenta algo se le quita energía a las cosas que tienen que pasar y entones no suceden… Pero yo prefiero arriesgarme a abrir cajas de Pandora y clavar agujitas. Acá, queridos, potenciales lectores, van como dardos envenenados las mías: vuelve El Péndulo, comienza su cuarta etapa, si los hados lo permiten, muy pronto. Así me contó Oscar Chichoni hace muy poco (http://micerebroanimal.blogspot.com.ar/2014/06/entrevista-oscar-chichoni-con-primicia.html).
Ya está, sembrado el mal, pelada la gallina, listo el pollo. Si se pincha el proyecto, al menos espero que este comentario sirva para revisar la historia de nuestra extrañísima ciencia ficción argentina. ¿Podrá ahora salir de su cápsula criogénica y adquirir la significación que no supieron darle los años 80? Tengo todas las fichas puestas en eso.

Publicado en "El Cocodrilo. Revista de la Asociación de Graduados en Letras de Rosario (AGLeR)", Número 1, Año 1, Agosto 2014.

Número uno completo en: "El Cocodrilo. Revista de la Asociación de Graduados en Letras de Rosario"

lunes, 22 de septiembre de 2014

Columna sobre "El Cuentacuentos" del maestro Jim Henson, en "Lo que resta del día" (FM 103.3 Radio Universidad)


Ya está, me puedo morir tranquila, le dediqué una columna a Jim Henson...




El trailer...




Algunas imágenes de "El Cuentacuentos"

"Hans, mi pequeño erizo"
La muerte aprisionada...



 Por puro proselitismo hensoniano, les dejo además el trailer de "The Dark Crystal"




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martes, 29 de julio de 2014

Fiestamundialista



Me chupa un huevo (fálica como siempre, diría mi terapeuta) el fútbol, mundial o no mundial. Siempre dije eso y lo sostengo. Es más, detesto todo deporte de competición, saca lo peor de la humanidad, es además un instrumento fascista!! De hecho hace un par de semanas lo reafirmé en el programa de radio que hacemos con Matías Philipp y Clemente, nuestro queridísimo conductor, me miró con cara de horror cuando rematé “Y espero que pierda rápido Argentina, así se dejan de joder”. No volvió a preguntarme por el tema.
Después llegó el mundial y fui mirando cuanto partido pude, como siempre la estampida de cosas indeseables me termina derritiendo la jodidez que tengo en el alma (y el eventual gorilismo borgeano). Me mató que se volvieran tan rápido los hermanos yorugas… se me piantó un lagrimón!
Además tuve una anagnórisis, espantosa como todas ellas: me percaté de que sé mucho de fútbol (más bien de su anecdotario). El otro día nos juntamos con unos amigos (bastante futboleros) en mi casa a ver el partido Argentina-Bosnia y hablando al pedo les hice un recuento de fechas, goles, figuras, penales injustos de todos los mundiales desde Italia 90, que fue mi gran pasión (junto con El Diego, con cuya sinceridad brutal me identifico siempre). De Italia 90 lo sé todo, absolutamente todo: los detalles técnicos y las pastillas de color familiares que lo acompañaron. Como al pasar mencioné, lo dí por sentado, que Chile no había ido por la suspensión…
-“Qué suspensión??”
- “Cómo qué suspensión?? Rama, vos sabés
de fútbol… no te acordás que
el arquero chileno en un partido contra Brasil fingió
una herida grave, dijo que le habían tirado una
bengala desde la tribuna brasilera. después se descubrió que se había cortado la cara con una gillet, el loco de mierda!! suspendieron al equipo entero. Chile no participó como por 2 mundiales. al principio culparon a una mina de la tribuna que después se hizo conocida como “La Bengaleira”; salió en varias tapas de revistas medio en bola, creo que incluso en Playboy…”
No me creían. Hasta yo dudé, pero lo buscamos en Internet y estaba. Ironía del destino me terminé ganando el respeto de todos los presentes por mis conocimientos de fútbol…
Después también les conté, con nostalgia veterana, que había participado en el año 2000 en el torneo de fútbol femenino de la UNR, por el equipo de Humanidades y Artes (obvio), y que habíamos salido campeonas. Éramos tan pobres… no teníamos ni banco de suplentes, así que le poníamos el cuerpo, el alma y algo más le debemos haber puesto porque terminamos ganando no sé cómo mierda. Con nuestras pobres remeritas pintadas con aerosol y un técnico baboso del MNR. Parece que para eso servía el MNR (¡era para eso!), porque le pudimos ganar en la semifinal a las archiequipadas chicas de veterinaria y en la final a las de agronomía, que para nosotras eran más intimidantes que los All Blacks haciendo el haka…
Con todo esto no me quedó más que reconocer que evidentemente tengo una relación bien bipolar con el fútbol. Creo que es directamente proporcional a la que tengo con mi padre, que le encanta el fútbol…
Me llevaba a la cancha de chiquita, pero parece que el equipo perdía cuando yo iba… mmm…
Encima ahora Molina me pregunta si quiero escribir algo sobre el mundial y me entusiasmo… Así no hay resistencia que aguante, la puta madre!


Publicado en el facebook de la editorial "Fiesta" (05/07/14)

jueves, 24 de julio de 2014

Columna sobre la revista "El Péndulo" en "Lo que resta del día" (FM 103.3 Radio Universidad)

Una topadora cultural...



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Reencontrando a Gandolfo

La primera vez que me topé con Elvio Gandolfo fue en la revista de ciencia ficción “El Péndulo”, fiel
exponente de esa topadora cultural que fue Ediciones de La Urraca desde fines de los 70. Ahí Elvio escribió sin interrupción durante la década del 80 su columna “Polvo de Estrellas”; sección imperdible de la revista en la que se abría un mundo a partir de sus insólitos rescates y sus comentarios sobre Borges y Bioy, las nuevas corrientes de la ciencia ficción y sus ocasionales intervenciones sobre los “raros” uruguayos. Los amigos orientales congregados bajo esa categoría de Ángel Rama que Gandolfo citaba en el número 7 de 1982 eran a grandes rasgos, Armonía Sommers (a quien le dedica esa entrega), el lamentablemente siempre desatendido por los lectores Tarik Carson, el gran Felisberto Hernández y su amigo Mario Levrero (publicado además con frecuencia en la revista).
Años después, en una de las últimas entregas, Gandolfo reconstruiría la historia de esa publicación rosarina que surgió a fines de los 60 en el seno de la imprenta La Familia, perteneciente a los Gandolfo: “El lagrimal trifurca”. Si uno logra acceder (sorteando las dificultades no menores que esto supone) a al menos algunos de los ejemplares de esa joya de la edición artesanal podrá comprobar no sólo la calidad de las publicaciones sino cuán relacionadas estaban las inquietudes literarias de la familia Gandolfo y la incipiente ficción de Levrero, que fue también publicada tempranamente en El lagrimal.
Indudablemente allí se forjaría un diálogo entre poéticas. Más lo ratifico aún cuando recuerdo viejos textos de Gandolfo como “El instituto” o “La reina de las nieves” (La reina de las nieves, 1982), cuyos dislocamientos temporo-espaciales, laberínticos, son contemporáneos a los de la Trilogía involuntaria (1970-1980-1982) de Levrero; o esas mujeres cotidianas, cuyas metamorfosis fantásticas las arroja, en ambas poéticas, hacia un plano de otredad al mismo tiempo siniestro y casi divino. Toda una serie podría trazarse recorriendo sus obras tempranas, que va desde la atmósfera de decadencia entrópica y la construcción de las mencionadas figuras femeninas, hasta cierta proclama (más o menos explícita) de un realismo que no confía en la certeza de los sentidos.    
Debo decir que esta confluencia de intereses, no podía suceder sino en ese terreno misterioso que es el triángulo del Río de la Plata: esa superficie que se conforma uniendo los puntos de la constelación Rosario-Buenos Aires-Montevideo. Allí, entre ediciones caseras y revistas de culto, las ficciones de Elvio Gandolfo y Levrero tomaron forma en un diálogo mutuo cifrado en afinidades y lecturas compartidas, que a su vez se conjugó en intercambio con la atmósfera de la ciencia ficción y quién sabe cuántas más poéticas contemporáneas que se congregaban, a uno y otro lado del Río de la Plata, en las revistas independientes (como la uruguaya "Los huevos del Plata" o el semanario humorístico "Misia Dura"). Algo me dice que tal vez no sería desatinado hacer extensiva la categoría de Rama a muchas de estas posteriores ficciones, sensibilidades generacionales, que gravitaron en torno a estos espacios, entre ellas la de Elvio.
Mucho de esa “rareza” rioplatense deviene del uso (a veces enfáticamente negado) de los géneros, que en sus modulaciones define ciertas series. En el caso de Gandolfo, esto se vuelve evidente si se presta atención a su obra crítica: su obsesión por Philip Dick, el prólogo que le escribe a la antología de la ciencia ficción argentina Los universos vislumbrados (1978), sus ensayos sobre los géneros del policial y el terror; muchos de ellos compilados en El libro de los géneros (2007). Pero Gandolfo acerca además en sus ficciones los géneros del policial, el terror, la ciencia ficción, a un espacio y registro vernáculos. Mediante esta operación no sólo construye un verosímil realista singular, sino que genera una contraseña humorística que vuelve cálida la relación entre los polos que componen el pacto ficcional: autor-narrador-lector. Es ese mismo efecto de cercanía al lector que genera Levrero en sus ficciones, que ambas poéticas muchas veces redoblan a partir de la ficcionalización (recurso muy borgeano, por cierto) de la figura del autor como personaje.
Este procedimiento que Gandolfo viene llevando a cabo, tempranamente, desde cuentos como “El terrón disolvente” (versión vernácula del universo dickiano, que bien podría leerse en tándem con “Los ratones felices” de Levrero), sigue constante, aunque acentuado, en muchos de los relatos que componen Cada vez más cerca (2013). 
Por eso, la vuelta del policial en Gandolfo no nos reenvía estrictamente al tono del policial negro de cuentos como “Un error de Ludueña” (Ferrocarriles argentinos, 1994): “Los pasos en las huellas” narra con socarronería cómo un agente de la SIDE sigue espiando luego de décadas a un viejo poeta que estuvo relacionado con publicaciones de izquierda en los 70, sólo para justificar una estructura del Estado que se ha vuelto obsoleta. Más claro es esto aún en el registro de la ciencia ficción, particularmente en textos como “Pegando la vuelta”, donde el autor reactualiza el tópico clásico del apocalipsis ya abordado en ficciones como “Sobre las rocas” (La reina de las nieves, 1982), “Caminando alrededor” (Sin creer en nada (trilogía), 1987) y “Llano del sol” (Ferrocarriles argentinos, 1994). Pero si en varios de los cuentos previos primaba esa decadencia entrópica en la que la ruina volvía una y otra vez propiciando un loop que intentaba evadir un colapso último hacia el vacío, en “Pegando la vuelta” por primera vez el final constituye un nuevo comienzo en el que los adolescentes rosarinos disfrutan de surfear en un Paraná convulsionado, mientras los adultos se lamentan culposos por sus errores pasados. Evidentemente el escenario político de los 70 (momento en el que se escriben muchos de estos primeros cuentos) condicionaba poder narrar algo distinto más allá de la desintegración. En este sentido Cada vez más cerca parece ser hijo de otro tiempo. Por eso muchos tópicos insisten, pero las resoluciones tienen matices diferentes. 
El núcleo femenino constituye sin duda un tema aparte, que al parecer no podía estar aquí ausente. En “Las negritas”, Gandolfo propone, como hacía en “Escamas piel” y “Rete Carótida” (Dos mujeres, 1992), un devenir casi animal o monstruoso de las figuras femeninas (que por supuesto siempre genera una fascinación irresistible en sus protagonistas). De la mano del mismo interés, también está presente en Cada vez más cerca la interrogación sobre la posibilidad de un saber de la experiencia del cuerpo, que revive a partir del trance. Ya en “Cuando Lidia vivía se quería morir” (1998) el sueño había sido la instancia de reconciliación de dos viejos amantes. Ahora, el protagonista del cuento “Cuerpo” se reencuentra bajo los efectos de la anestesia con la corporalidad de una mujer deseada. Si se me permite, después de esto, ¿cómo no leer un diálogo entre Gandolfo y Levrero? 
Al igual que el autor uruguayo, en Gandolfo una porción nada despreciable de lo real acontece en un dominio que excede la soberanía de la consciencia y los sentidos. Se trata de fenómenos que forcejean por ganar un lugar en el tejido intrincado de la realidad. Una ballena colapsa en la intersección de las peatonales rosarinas y deja huellas pnémicas inconscientes en todos aquellos que presenciaron el fantástico acontecimiento. Eso que sucede en “El momento del impacto” (Cuando Lidia vivía se quería morir, 1998), inaugura una serie que se potencia aquí en relatos como “Grande”, donde los habitantes de una ciudad perciben la existencia de un organismo informe que subyace bajo la estructura de la urbe.
Hay, detrás del uso enrarecido de los géneros, una pulsión realista que recorre las manifestaciones generacionales de las que hablaba al principio. Si no recuerdo mal, ya en 1966 Rama llamaba la atención sobre la emergencia de una literatura imaginativa, heredera de la tradición onírica del surrealismo, que entendía la actividad imaginativa como una forma de exploración profunda que conducía a un superrealismo. Tal vez habría que revisar las continuidades de esa genealogía, al menos para pensar la literatura de Gandolfo.

Publicado en BazarAmericano, Julio-Agosto 2014, año XI, número 47.