Fabián
hamacaba a Lua mientras ella hacía indescifrables, prematuras morisquetas; cuando
ya no podía contener su eminente llanto se la pasaba a Lisa, apenas más avisada
en berrinches. Lisa iba al sillón y le daba un rato la teta. Volvía, rotaban
nuevamente. Y de nuevo a amamantar; eso la calmaba. Fabi, Mati y yo charlábamos
de a ratos sentados en la mesa junto al sillón. Le alcanzábamos un mate a Lisa,
imposibilitada de moverse, que cada tanto opinaba. Lua crece mientras nosotros
hablamos. Y ese día hablábamos, como siempre que nos juntamos, de nuestra
pasión, de nuestro fútbol: de ciencia ficción. Entre universo distópico y
universo distópico, a veces me pregunto qué mundo percibirá Lua cuando, con el
tiempo, comience a tener consciencia de ciertas cosas; e incluso qué se va
integrando ahora mismo a su pequeña cabecita de luna, a su universo pulsional
más íntimo de leche dulce y luces borrosas, de toda esa retórica de
desintegración entrópica y realidades mutantes, de niños jugando entre desechos
tóxicos y máquinas obsoletas que descansan en un mundo-desarmadero.
Otras
veces, mi ya formateada cabeza (por el género, claro) se preocupa por su futuro
efectivo, llamémoslo “real”. Cada vez que nace un bebé querido no puedo dejar
de imaginármelo, imaginármela, como una futura adulta en el rol de la mesera
oriental esclavizada de esa pésima película que es Cloud Atlas o como ese niñito al que el personaje de Viggo
Mortensen deja inconsolablemente solo en la distopía arrolladora de The Road. Qué hostilidades distópicas
tendrán que soportar en su cuerpo todos estos críos que arrojamos felizmente al
mundo; desafíos impensados, impensables, infinitamente más virulentos que los
que hemos conocido hasta ahora. Es mi neurosis, ya lo sé, que cristaliza en el
imaginario de la ciencia ficción mi miedo visceral a la maternidad. Pero así y
todo nunca pude entender cómo conviven esos dos universos: el gusto por la
distopía y la esperanzada maternidad o paternidad (¿o acaso el egoísmo inherente
a todo deseo de ser padre o madre supera cualquier funesto pronóstico?). Nunca
me atreví a preguntárselo a ninguno de mis amigos que han decidido aventurarse
a transitar la experiencia. Ya lo averiguaré yo sola. O tal vez no.
En
esa precisa instantánea en la que contemplaba a Lua alimentarse con avidez
estaba cuando surgió una discusión en torno a la primera serie con la que
Netflix se abre al mercado vernáculo en Sudamérica: 3%. La serie, cuya idea original y excelente realización pertenecen
a una productora brasilera (y cuando digo excelente entiéndase que sentí
orgullo por nuestros hermanos brasileros cuando vi la calidad en efectos,
dirección, arte, guión; y un profundo sentido de ucronía en relación a lo que
podríamos haber continuado haciendo acá si no hubiese advenido el Macriapocalipis),
está ambientada en la peor de las meritocriacias. Sólo un 3% de la población
concentra casi todos los recursos y vive en una isla (lugar de la utopía, por
excelencia, pero también de la monstruosidad endogámica) llamada “Mar Alto”; el
resto en la más absoluta indigencia.
Lo
que divide las dos realidades es un once
in a lifetime “Proceso” (palabra que nuestros oídos no pueden sino
tempranamente asociar con connotaciones funestas) a partir del cual se
determina quiénes tienen las cualidades necesarias para habitar la tierra
prometida de Mar Alto. Para esto, un grupo de jóvenes es sometido año a año a
toda una serie de arduas pruebas de destreza intelectual, resistencia
psicológica, trabajo en equipo y demás. En esta primera temporada de la serie, serán
estos jóvenes veinteañeros los protagonistas a partir de los cuales se cuenta
la historia. De modo que la narración se organiza, por un lado, a partir del
paso por las distintas y crueles etapas; por el otro, a través de la historia
previa y el conflicto actual de cada uno de ellos, a los que se les dedica
respectivamente cada capítulo. Los perfiles de estos sujetos sirven, en este
sentido, para construir los conflictos sociológicos de este universo: el
entramado de un grupo de resistencia con tintes terrorista que capta jóvenes
para infiltrarlos en el Proceso y, eventualmente, en Mar Alto, la realidad de
otros que se han preparado toda su vida para atravesar la selección, la de los
que están solos en el mundo sin mayores esperanzas, la de aquellos que tienen
la certeza de ser poseedores de un merecimiento intrínseco por ser herederos de
una tradición de triunfos familiares… Aunque nada estará más lejos de
concretarse que esta expectativa, como veremos conforme avanza la serie.
En el otro extremo, se encuentran todos
aquellos que, habiendo pasado el proceso de selección antaño, hoy se integran a
la maquinaria de su reproducción. Es a través de los seleccionadores que
comenzamos a enterarnos de las disputas de poder que se esconden detrás de esa
sociedad del 3%, que ya muestra indicios de estar lejos de ser ideal; y a
partir de quienes se construye, además, el discurso de la meritocracia a
ultranza que irá inscribiéndose de a poco en la fisonomía retórica de los
participantes. El Proceso, más que una coerción, es algo que llega a asimilarse
y reproducirse psicológica y culturalmente. Ahí radica el éxito de su
continuidad.
Los
procesos de extrapolación propios de la ciencia ficción alcanzan en este
sentido un grado importante de efectividad. Capítulo tras capítulo, uno no
puede dejar de trazar ciertas analogías. En un país como Brasil, con
elevadísimos índices de pobreza y marcada desigualdad, el único espejismo de
integración social, este es, la existencia de favelas emergentes en las zonas
más ricas de sus ciudades, es aquí puesto en evidencia como tal. La sociedad de
3% está simbólica y materialmente escindida, y este hecho se representa en la
geografía explícita. No existe ilusión de ascenso social más que a través de la
experiencia del Proceso que forma parte de la matriz cultural.
Cuán
peligroso es, diría mi amigo Fabi durante nuestra charla, a pesar de los
aciertos y calidad de la serie, y de los finos matices de las psicologías y
morales de sus personales, que una serie latinoamericana ponga en primer plano
un discurso tan virulentamente neoliberal en un momento de recrudecimiento de
las derechas. Justamente, argumenta Fabi, la moral compleja de sus
participantes, como así también la metodología de reclutamiento más que cuestionable
del grupo que enfrenta el sistema del Proceso, invita al espectador a vacilar
en su cuestionamiento inicial del régimen meritocrático y, desde ya, a
reprensar las posibilidades efectivas de que otro sistema más solidario pueda
sustentarse sobre ese mismo material humano.
Luego
de redondear su idea, Fabi siguió meciendo a Lua; y yo, tras un instante de
silencio, no pude sino conceder. Es fuerte, en efecto, el nivel de
individualismo al que los protagonistas de la serie se ven arrastrados para asegurarse
su pasaje al otro lado. Pero en todo caso, es también una muestra más de la
eficacia extrapolativa de la que hablaba antes, por la que la serie retrata con
precisión el colapso de los lazos de solidaridad que es el resultado de la
lógica capitalista. Aunque pueda resultar ideológicamente peligroso, como dice
Fabi, la serie vuelve hiperbólicamente visible mediante los procedimientos de
la ficción algo que en nuestras sociedades ya se encuentra, de antaño,
presente: el valor que se le asigna al mérito individual, al hombre o mujer self-made, como única y legítima vía de
ascenso y bienestar social, pertenece a una cosmovisión que al mismo tiempo
desobliga al Estado (y a la comunidad de la que todxs formamos parte) de
cualquier responsabilidad en relación con la garantización de derechos básicos
inalienables.
Pero
lo interesante de la serie no es precisamente eso, digo, no tanto aquello de la realidad tangible que nos hace
percibir a través de sus procedimientos de extrañamiento sino aquello de
nuestro sistema que muestra como falta
o falla. El problema más importante,
deja en evidencia la serie con absoluta maestría, no es tanto la valorización
extrema del mérito como que en un sistema que hace de éste su pilar no haya,
como obvia contrapartida, una impugnación cultural hacia cualquier forma de herencia. ¿Cómo es posible que un
sistema basado en el mérito individual no tenga como tabú ineludible la
adquisición del patrimonio por azar y sin ningún tipo de esfuerzo? A esa
contradicción medular apunta la serie; y da certeramente en el blanco. Sólo en
el terreno de un hedonismo absoluto que se agota en la finitud del sujeto puede
hablarse, sin inconsecuencias, de una meritocracia con todas las letras.
Hacia
el final de 3% se vuelve expreso este
factor central de la distopía que se respira desde los primeros capítulos: todxs
nacen en esa gran favela que aloja al 97% de la población, todxs y cada unx
atraviesan el Proceso, los que logran tener éxitos son esterilizados antes de viajar a Mar Alto. Porque nadie nace con el
derecho de vivir en Mar Alto; absolutamente todo ascenso es una escalada
solitaria e inhumana desde el más profundo abismo de la pobreza. La serie, en
este sentido, es una clara invitación a realizarse la siguiente pregunta: en
ese camino desvalido desde la oscuridad más profunda, usted (sí, USTED, incólume
espectador), ¿lograría pasar del otro lado?, ¿merecería formar parte de ese
escasísimo 3%?
Se
trata de una meritocracia cruel hasta la náusea pero lógicamente perfecta, en
la cual no existen privilegios para ninguno de los participantes. Por eso en la
serie se castiga severamente la sola presunción de merecimiento vinculado con
el parentesco (la muerte de Marco) pero también el establecimiento de reales
vínculos afectivos y de solidaridad que excedan la colaboración basada en la
conveniencia individual (la exclusión de Fernando y Joana). Ante esto último,
la afirmación de Joana durante el último episodio, “los que pasan son los
peores, no los mejores”, será puesta a prueba al parecer en la segunda
temporada, ya anunciada por Netflix.
Mientras esperamos ansiosxs la
continuación de 3%, Lua sigue
creciendo y creciendo. Por fortuna, hasta tanto esto no se vuelva un poco más
justo para todos, podremos legarle algo para hacerle más ameno su tránsito.
Texto publicado el 16/03/17 en la contratapa del suplemento Rosario/12 de Página/12